Cuentan que Ana María Matute, Premio Cervantes en el año 2010 y académica de la RAE, escribió e ilustró su primer cuento cuando tenía 5 años. Laura también lo ha hecho este curso en su escuela.
Y ha sido gracias a su señorita Irene, quien la ha acompañado durante 3 años consecutivos. El primer día que entro en su escuela ya percibió un brillo especial en sus ojos. Laura todavía no había cumplido los tres años, era menudita incluso para su edad, y pasó por todas las enfermedades que puede pillar una niña en esa etapa de su vida. Tímida y retraída, no decía nada salvo cuando le preguntaban. Pero en cuanto abría la boca, no hablaba: sentenciaba. No le faltaban amigas, con las que jugaba a múltiples y variados juegos de rol en vivo en la «cocina», la «tienda de comestibles», el «consultorio médico», el «aparcamiento de coches»… Pese a sus numerosas faltas, a los dos meses ya había aprendido a leer: carteles, titulares de periódicos, tebeos, revistas, programas infantiles de televisión… todo formato en el que aparecieran letras le interesaba. Cuando paseaba por la calle preguntaba a su madre o su padre qué ponía en los carteles del supermercado, o en los folletos de publicidad. Como se le cruzara en su camino un papel escrito que el viento arrojaba a sus pies, se detenía tirando con fuerza de la mano de su madre, y sin cogerlo del suelo (lo tenía terminantemente prohibido) se ponía a leerlo, girando su cabeza y su cuerpo si era necesario. La señorita Irene, en lugar de sacarle los colores a su madre, le traía uno de esos cuentos de letra grande, llenos de fábulas de animales que tenía en su casa. Cuando sus compañeros estaban pintando, Laura, en la mesa de la profesora, leía sin silabear y con meridiana claridad, un cuento tras otro. Y lo que era más gracioso, era Laura quien leía el cuento de ese día al resto de la clase, mientras gesticulaba y hacía gala de una prosodia extraordinariamente elegante.
A mitad de curso ya había aprendido a escribir las mayúsculas por su cuenta. Se fijaba en los carteles, y los copiaba en un folio en blanco. Irene la pilló un día en clase, en lugar de estar punteando una pauta. Cualquier otra maestra celosa de su rígida programación anual le habría retirado lo que estaba haciendo, y con mayor o menor suavidad le habría sugerido que volviese a su trabajo rutinario. Pero Irene tenía muy asumido que no se podía frenar un aprendizaje espontáneo. Sabía que Laura, además de tener una gran avidez por la lectura y la escritura, le encantaba dibujar; no tanto pintar. Y sus dibujos no eran propios de una niña de 3 años recién cumplidos. La figura humana la hacía ya completa, con todos sus detalles, con sus manos, dedos, pies, zapatos, cabellos, orejas, …ojos con pupilas,… deformando cada parte del cuerpo cuando Laura quería llamar la atención de sus compañeros o de los adultos. Irene le propuso dibujar con las palabras, es decir, crear caligramas. Le enseñó uno muy conocido de una mariposa, y entre las dos pensaron cuál podía ser el primero: el ratón que se cayó a una tinaja de vino. Laura se entusiasmo. Todos los días quería hacer uno distinto.
Después le abrió las puertas al bello arte de la rima. Primero con pareados cortitos, luego haciendo collages con folletos publicitarios. Laura se entusiasmaba cada vez más. E Irene no dejó escapar la oportunidad de tenerla como su secretaria. Cuando necesitaba ayudar a un compañero o compañera con las pautas de los números o letras, o cuando tenían que despegar pegatinas, allí estaba Laura monstrándoles el camino. Si Irene necesitaba escribir algo en la pizarra, Laura hacía los honores.
En el segundo curso, con 4 años, ya se atrevía a dar un noticiario a través de una caja de cartón que simulaba un televisor. Irene comenzaba a trabajar con ella con juegos de construcción de palabras, tipo scrabble, y los resultados eran asombrosos. Buscó recursos en Internet para ordenador, y encontró un programita para crear cuentos con imágenes y texto. Éxito absoluto. Laura estaba enganchada a su profe, a sus compañeros y a su colegio. Cuando tenía que participar en las asambleas diarias, sus amigas la escuchaban embobadas; participaba con gusto en las tareas colectivas, como cuidar la parte del huerto escolar que les correspondía; y su menuda apariencia no le impedía cumplir en el aula de música, de psicomotricidad o manejar el ratón de los ordenadores del aula de informática. Pero el cariño que Laura sentía por Irene no era un caso único; todos sus compañeros y compañeras tenían una auténtica pasión por su maestra, hasta el punto de despertar ciertos sanos celos en las respectivas madres.
En el tercer curso, con cinco años, Irene le propuso el reto de enriquecer su vocabulario todavía más; crear pequeñas y sencillas composiciones como haikus, limericks; crear anagramas, y jugar con las palabras, modificando cuentos cortos. Una de las actividades que más le gustaba a Laura era la narración de cuentos retorcidos que proponía la señorita Irene. Participaban varios niños y niñas, cada uno tomando el papel de un personaje. Primero, tenían que contar el cuento, cada uno desde su propia perspectiva. Laura se reía mucho con las intervenciones de algunas de sus amigas, a las que tampoco se les daba mal actuar. Al día siguiente, y con la ayuda de Irene, cambiaban el cuento, poquito a poco, con antónimos, con otros verbos, con otros objetos, con otros personajes…. A veces el resultado era bastante soso, pero otras resultaban cuentos divertidos. Otra de las tareas que le encantaba hacer con sus compañeros era improvisar cuentos con el conocido recurso del «quién fue, qué dijo, qué hizo, qué dijeron los demás y cómo termino todo». No siempre salían cosas divertidas, pero algunas veces se le saltaban las lágrimas de reír. Por supuesto, seguía creando cuentos con el ordenador, y lo hacía ya en equipo con otras alumnas aventajadas, y un compañero que empezaba a despuntar con sus ideas rápidas y originales.
En el último trimestre, llegó el gran proyecto. Irene le propuso a Laura escribir su propio cuento desde cero. Nada que ver con lo que hubiese leído. O tal vez sí. A su gusto. Y además, el cuento lo podía ilustrar. Laura no podía olvidar sus inicios con Irene, y eligió un cuento con animales. La araña que no sabía tejer. Ilustrada con sus propios dibujos pintados… y con caligramas. Dos compañeras y un compañero más, también pensaron sus propios cuentos, aunque no llegaron a escribirlos.
Tal vez algún inspector o inspectora de educación se esté tirando de los pelos. Pero sí, hay niños y niñas que, acompañándoles en su ritmo de aprendizaje, pueden conseguir escribir su primera obrita antes de comenzar su escolarización obligatoria. Y tal vez lleguen a sentarse un día en una silla de la RAE… gracias a una maestra con sentido común del bueno.
En homenaje a cierta maestra de Andorra.
Acabo de descubrir este blog.
Me ha impresionado. Cómo me gustaría que mis hijos tuvieran profesores como usted.
Y este tipo de profesores son fundamentales en Educación Infantil y Primaria, donde hay que prender la mecha en los niños de la pasión del descubrimiento del mundo.
Enhorabuena!
Gracias. No hay nada mejor que ver para creer, como Santo Tomás. La única forma de ponerse en camino es que alguien inicie la marcha.
Que envidia más sana Juan Carlos. Está bien escuchar que también hay casos en los que se actúa adecuadamente con nuestros hijos. Hay que contarlo todo, lo bueno para dar ejemplo y lo malo para mejorarlo.